Uno tiende a creer que las cosas pueden cambiar, pero no. Hay cosas que no cambiarán nunca. Una de ellas es RENFE.
Yo siempre había "odiado" a la RENFE, desde muy joven. Fundamentalmente porque era un monopolio (sigue siéndolo) y, como tal, hacían lo que querían con los usuarios, generalmente en perjuicio de éstos: trenes viejos y sucios, retrasos de horas, maltrato al viajero, ausencia total de información, etc.
Muchos años más tarde, ya instalado en Torrelodones (Madrid), me hice usuario habitual de los servicios de cercanías. Parecía haber consenso en que no había mejor manera de bajar a Madrid, evitando atascos y todo ello, además, de una forma puntual, económica y placentera (trenes más o menos nuevos, limpios, equipados con aire acondicionado y calefacción, etc.). La verdad es que llegué a pensar que aquellos recuerdos de mi juventud eran ya cosa del pasado: RENFE había cambiado, como también había cambiado el usuario del servicio.
Pero hete aquí que llegó la crisis en 2008. Uno podría entender, sobretodo si la Dirección de Comunicación de RENFE o el propio Ministerio de Fomento lo comunicasen, que durante una crisis como la que padecemos no se realicen nuevas inversiones, se realicen ajustes de plantilla, etc. y algunos componentes de la calidad de servicio se vean afectados y, en consecuencia, el usuario sufra los rigores, que no son pocos: trenes más sucios, menores frecuencias, equipamiento en malas condiciones, etc.. Esto siendo muy, muy comprensivos, porque a cambio de estos recortes, además, los precios no han dejado de crecer.
Lo que no tiene perdón de dios y me retrotrae a los peores días de la inefable RENFE son historias como la que me ha sucedido hace dos días.
Hallábame en la estación de Sol con un amigo, esperando el tren de las 5,19 con destino a El Escorial. Llegamos con suficiente tiempo de antelación pero el tren no pasó. Es decir, RENFE, por algún motivo que nadie conoce, canceló ese tren. Decidimos coger el siguiente tren que pasase para Chamartín y esperar allí. Llegamos a Chamartín y mientras esperábamos decidimos hacer una reclamación, poniendo en conocimiento del "servicio de atención al cliente" lo que nos había sucedido.
El primer intento ya suscitó en el funcionario de RENFE el intento de zafarse enviándonos a otra ventanillla. Al comprobar que la cosa iba con él, se acomodó en su silla para, a continuación, escuchar con actitud desconfiada y descreida lo que tuviéramos que contarle. Le dijimos que el tren de las 5,19 que tenía que pasar por Sol con destino a El Escorial no había pasado ni a esa ni a ninguna hora. "Eso es imposible" nos dijo. Consultó su pantalla y nos dijo "el tren pasó a su hora, no consta ninguna incidencia". Nos quedamos estupefactos. Le insistimos en que el tren no había pasado y que por eso nos hallábamos delante de él para hacer la oportuna reclamación. Hizo una llamada, habló con alguien y nos volvió a decir, "pues me dicen que el tren sí pasó". Finalmente nos pidió el billete para fotocopiarlo, nos dió las hojas de reclamaciones para que las rellenásemos y nos devolvió por duplicado la reclamación diciéndonos que nos contestarían por carta.
Esta es mi RENFE, la de mi juventud, la que tantas veces tuve que sufrir yendo a Santiago a estudiar la carrera o en mis vacaciones, cruzando el país en el llamado transiberiano Vigo-Barcelona, 24 horas de viaje como mínimo, aquella que niega la realidad cuando incumple, aquella que te pone delante al peor tipo de funcionario que sólo mirándote te insulta, aquella incapaz de modernizarse de verdad. Es España.
Nuestra sociedad ha cambiado. En muchos casos para bien. En otros, no precisamente a mejor. Todo parece indicar que una parte muy numerosa de la población ha optado por la indolencia, especialmente la intelectual. Aquí encontrarás un poco de todo, desde opiniones sobre cuestiones de actualidad, recomendaciones literarias, musicales, artículos sobre problemas empresariales, fotografía, viajes, etc.
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